Mis fantasías, cuando era niño, siempre fueron limitadas. Nada de imaginarme que era un superhéroe que salvaba vidas, sacaba niñitos de los incendios, rescataba a una obesa mujer a punto de ahogarse, ni nada por el estilo. Entrando en la adolescencia, seguí siendo un idiota. Mi fantasía recurrente era… ser cura. Y si, tenía una fascinación cuasi-patética con andar por la vida vestido con eso que para mí era un traje de época; enloquecía de sólo pensarme vestido de negro con la sotana, caminando por el pueblo y escuchando , casi al pasar : - Buen día Padre… - Adiós Padre, ¿Cómo amaneció hoy padrecito?. Yo les sonreiría a todos serenamente mientras por dentro me sentiría terriblemente poderoso. En aquella época, si uno se hacia el loco; con un simple ¡Dios te va a castigar!, o haciéndolos arrodillar para que recen como condenados 700 padres nuestros y 500 Aves Marías, se solucionaba cualquier inconveniente mundano y los feligreses, temerosos siempre, irremediablemente, lo respetaban. ¡Qué belleza enterarme de todo en las confesiones!! ¡Qué sublime poder que mi vecina me contase como le metía los cuernos a su marido, o como el empleado del campo de mi tío organizaba terribles orgías con las pobres ovejas. Ni hablar si debía confesar a un miembro de mi sagrada familia, ahí me convertiría en amo y señor absoluto de ellos , que de familia, poco y nada. Claro que hoy hasta la devaluación ataco a la Iglesia y la palabra santa quedo en el olvido… de lo terrenal.
Si y si, yo quería ser cura; celebrar la misa usando alba (es la sotana pero blanca) ponerme la estola y la casulla (esto es lo que va encima de la sotana y no tiene mangas) y así travestido de hombre de Dios, hablar gansadas que todos creerían palabras santas, decir amén y chupar vino tinto hasta el hartazgo con los diáconos que, con la dalmática puesta, estarían podridos de escucharme. Estaba tan obsesionado con ser cura que llegue a pensar que sería castigado por la Divina Providencia cuando mi madre, cansadísima de mis desvaríos, destruía sistemáticamente todos los altares que yo construía en cuanto lugar de la casa, patio o vecinos descubriese vacío. ¿Estaba loca esta mujer, atacando así a un niño santo de tan sólo 13 años? Queriéndome mandar al psicólogo tan jovencito, pero ¡¡ por favor!!
Así empecé a escribirle cartas al Señor de las Alturas (léase Dios) y las prendía fuego; pensaba que, con este ritual, el humo y las humildes cenizas que quedaban, serían remontadas por el viento y el “Señor” la leerías mientras una luz sagrada bajaría cual rayo y me convertiría en segundos en su mano derecha. Bien, nada de eso paso. Se ve que el “Señor” estaba ocupadito leyendo las aventuras de Paturuzú, Sandokán o la última película del Gauchito Gil, pues al no recibir respuestas en tanto tiempo decidí volcarme a una vida más mundana. ¿Qué se pensaba? ¿Por qué yo, inocente criatura de la vida, no podía ser cura?
Con la contra de mi madre y las correspondencias truncas con el más allá, decidí sumirme en un profundo silencio. Definitivamente cerré la boca a las palabras. Digo a las palabras porque en los años venideros sólo me dedique a comer, a tragar, a flagelar mi estomago con todo aquellos que contenga carbohidratos y grasas. Tampoco iba a ser tan idiota como para darme latigazos o arrodillarme en colchones de trigo o girasol.
Al poco tiempo ya tenía las dimensiones de un globo terráqueo y mi madre, ya no destruía los santuarios que yo armaba; primero porque ya no los armaba y segundo porque, se dedicaba exclusivamente a esconder la comida, ya que yo no podía parar de tragar todo lo que veía. -Es por tu salud -me decía empujándome a patadas en la entrada de ALCO.
Recuerdo como de mis ojos brotaba sangre a borbotones viendo como mis hermanos devoraban como bestias tortas de chocolates, pastas al por mayor, golosinas, kilos de helados y lo que es peor: NO ENGORDABAN UN GRAMO. Los odiaba, sobre todo cuando veia como el dulce de leche rebalsaba de sus bocas, como el helado se les derretía entre los dedos y de reojo, ellos, con total impunidad, me deslizaban una risita irónica.
En algún momento pensé en suicidarme estrangulándome con el hilo de un chorizo o quizás un matambre, aunque poético hubiese sido la tripa de un chinchulín. No tuve el valor: seguí devorando desmesuradamente y decidí abrirme a la sociedad. Atrás el deseo de ser cura, saque mi metro sesenta y mis cien kilos a la vida.
Me tuve que acostumbra a andar conmigo. Como era gordo, petiso y ya estaba entrando en la adolescencia (cosa que yo no dimensionaba lo peligrosa que resultaría), me quedaba una sola estrategia para llamar la atención: convertirme en el gordito pelotudo y bueno al que todos querían como amigo, pero que nadie tocaba ni con un palo.
La mirada ajena se depositaba en mi masa corpórea con un desden de lejanía, “al gordo lo quiero… lejos…como amigo… como confidente. Así casi sin querer, pero queriendo, me convertía en el tacho de basura de todas las lágrimas de cuanta conchita boluda caminase suelta por el pueblo y necesitara un hombro para llorar. O en las polifónicas voces de los pseudo-chonguitos que, haciéndose los langas, me contaban sus largas noches de agotadoras pajas mentales, que por supuesto a mi no me movían un pelo, ninguna de las dos confesiones.
En un viaje con amigos a una aburridísima localidad balnearia del sur de Buenos Aires mi realidad cambiaría para siempre. Con mis 15 años inaugurados, vestido íntegramente de blanco (interprétese vestido como vestimenta, ropa; nada de andar pensando que ya usaba vestiditos con volados), fuimos a bailar y la vi a ella; erguida, lánguida, casi etérea, blanca como el espanto de la noche, fría como el puñal adorable de Jack (el destripador, aclaro porque siempre alguna bruta lee). Era la mujer más bella que he visto en mi vida y caí rendido a sus pies. Tan rendido que camine directamente hacia ella con mi vaso de Mirinda, detrás mío se desplegaba una pantalla de video y Queen estallaba en We´re the champions. Mis ojos no soltaban a los de ella que se abrían inmensos ante mi llegada. Frente a frente solo atine al clásico y subversivo : Hola, ¿cómo te llamas?. Ella me miro con una dulzura inconmensurable, pero me miro de arriba abajo ( a la distancia pienso que, viéndome vestido todo de blanco, habrá pensado: ¿Las heladeras hablan?), decía, me miro con dulzura y esgrimió: ¿Qué te importa gooooooordito! (así, prolongando la oooooooo) mientras daba media vuelta y se perdía de la mano de su amiga en ese tumulto de apestosas conchas malolientes que danzaban poseídas, ahora, Pop has el mundo.
¿Qué te importa gooooooordito! gooooooordito ! gordito ! Así con la oooooooooo. Ese gordito durante años taladro mi cabezas, hizo sudar mis poros, me jodio la vida. Aún hoy tengo pesadillas en las que no veo nada, solo siento las voz apestosa, gangosa y relajada de aquella hijaderemilcontraputas diciéndome gooooooordito !
En tono venezolano les dije a mis amigos de.l viaje: - Me marcho. Tirados como estaban y borrachos, ni me escucharon
Salí del lugar solo, casi como había llegado, con la esperanza de encontrar a la perra maloliente que me había dicho goooooooordito tirada en la playa, borracha como cuba, meada hasta el cuello, vomitada hasta la carótida, picada por todos los inmundos cangrejos de esa reputísima playa que después del gooooooordito deteste con todo mi ser. Si, tengo la horrible capacidad de pasar del amor al odio casi en milésimas de segundos. Así como esa chica había sido la reencarnación pura de la belleza en segundos fue el espanto vivificado.
A las horas, solo ,como un perro desvencijado por las pulgas, tomo un ómnibus para regresar a mi ciudad con una sola cosa en mente, nunca más nadie me iba a decir gooooooordito (asi con tantas ooooooo) y algún día esa fémina malcojida se iba a tragar sus palabras, porque ni siquiera le dije que yo quería ser cura. Amén.
Si y si, yo quería ser cura; celebrar la misa usando alba (es la sotana pero blanca) ponerme la estola y la casulla (esto es lo que va encima de la sotana y no tiene mangas) y así travestido de hombre de Dios, hablar gansadas que todos creerían palabras santas, decir amén y chupar vino tinto hasta el hartazgo con los diáconos que, con la dalmática puesta, estarían podridos de escucharme. Estaba tan obsesionado con ser cura que llegue a pensar que sería castigado por la Divina Providencia cuando mi madre, cansadísima de mis desvaríos, destruía sistemáticamente todos los altares que yo construía en cuanto lugar de la casa, patio o vecinos descubriese vacío. ¿Estaba loca esta mujer, atacando así a un niño santo de tan sólo 13 años? Queriéndome mandar al psicólogo tan jovencito, pero ¡¡ por favor!!
Así empecé a escribirle cartas al Señor de las Alturas (léase Dios) y las prendía fuego; pensaba que, con este ritual, el humo y las humildes cenizas que quedaban, serían remontadas por el viento y el “Señor” la leerías mientras una luz sagrada bajaría cual rayo y me convertiría en segundos en su mano derecha. Bien, nada de eso paso. Se ve que el “Señor” estaba ocupadito leyendo las aventuras de Paturuzú, Sandokán o la última película del Gauchito Gil, pues al no recibir respuestas en tanto tiempo decidí volcarme a una vida más mundana. ¿Qué se pensaba? ¿Por qué yo, inocente criatura de la vida, no podía ser cura?
Con la contra de mi madre y las correspondencias truncas con el más allá, decidí sumirme en un profundo silencio. Definitivamente cerré la boca a las palabras. Digo a las palabras porque en los años venideros sólo me dedique a comer, a tragar, a flagelar mi estomago con todo aquellos que contenga carbohidratos y grasas. Tampoco iba a ser tan idiota como para darme latigazos o arrodillarme en colchones de trigo o girasol.
Al poco tiempo ya tenía las dimensiones de un globo terráqueo y mi madre, ya no destruía los santuarios que yo armaba; primero porque ya no los armaba y segundo porque, se dedicaba exclusivamente a esconder la comida, ya que yo no podía parar de tragar todo lo que veía. -Es por tu salud -me decía empujándome a patadas en la entrada de ALCO.
Recuerdo como de mis ojos brotaba sangre a borbotones viendo como mis hermanos devoraban como bestias tortas de chocolates, pastas al por mayor, golosinas, kilos de helados y lo que es peor: NO ENGORDABAN UN GRAMO. Los odiaba, sobre todo cuando veia como el dulce de leche rebalsaba de sus bocas, como el helado se les derretía entre los dedos y de reojo, ellos, con total impunidad, me deslizaban una risita irónica.
En algún momento pensé en suicidarme estrangulándome con el hilo de un chorizo o quizás un matambre, aunque poético hubiese sido la tripa de un chinchulín. No tuve el valor: seguí devorando desmesuradamente y decidí abrirme a la sociedad. Atrás el deseo de ser cura, saque mi metro sesenta y mis cien kilos a la vida.
Me tuve que acostumbra a andar conmigo. Como era gordo, petiso y ya estaba entrando en la adolescencia (cosa que yo no dimensionaba lo peligrosa que resultaría), me quedaba una sola estrategia para llamar la atención: convertirme en el gordito pelotudo y bueno al que todos querían como amigo, pero que nadie tocaba ni con un palo.
La mirada ajena se depositaba en mi masa corpórea con un desden de lejanía, “al gordo lo quiero… lejos…como amigo… como confidente. Así casi sin querer, pero queriendo, me convertía en el tacho de basura de todas las lágrimas de cuanta conchita boluda caminase suelta por el pueblo y necesitara un hombro para llorar. O en las polifónicas voces de los pseudo-chonguitos que, haciéndose los langas, me contaban sus largas noches de agotadoras pajas mentales, que por supuesto a mi no me movían un pelo, ninguna de las dos confesiones.
En un viaje con amigos a una aburridísima localidad balnearia del sur de Buenos Aires mi realidad cambiaría para siempre. Con mis 15 años inaugurados, vestido íntegramente de blanco (interprétese vestido como vestimenta, ropa; nada de andar pensando que ya usaba vestiditos con volados), fuimos a bailar y la vi a ella; erguida, lánguida, casi etérea, blanca como el espanto de la noche, fría como el puñal adorable de Jack (el destripador, aclaro porque siempre alguna bruta lee). Era la mujer más bella que he visto en mi vida y caí rendido a sus pies. Tan rendido que camine directamente hacia ella con mi vaso de Mirinda, detrás mío se desplegaba una pantalla de video y Queen estallaba en We´re the champions. Mis ojos no soltaban a los de ella que se abrían inmensos ante mi llegada. Frente a frente solo atine al clásico y subversivo : Hola, ¿cómo te llamas?. Ella me miro con una dulzura inconmensurable, pero me miro de arriba abajo ( a la distancia pienso que, viéndome vestido todo de blanco, habrá pensado: ¿Las heladeras hablan?), decía, me miro con dulzura y esgrimió: ¿Qué te importa gooooooordito! (así, prolongando la oooooooo) mientras daba media vuelta y se perdía de la mano de su amiga en ese tumulto de apestosas conchas malolientes que danzaban poseídas, ahora, Pop has el mundo.
¿Qué te importa gooooooordito! gooooooordito ! gordito ! Así con la oooooooooo. Ese gordito durante años taladro mi cabezas, hizo sudar mis poros, me jodio la vida. Aún hoy tengo pesadillas en las que no veo nada, solo siento las voz apestosa, gangosa y relajada de aquella hijaderemilcontraputas diciéndome gooooooordito !
En tono venezolano les dije a mis amigos de.l viaje: - Me marcho. Tirados como estaban y borrachos, ni me escucharon
Salí del lugar solo, casi como había llegado, con la esperanza de encontrar a la perra maloliente que me había dicho goooooooordito tirada en la playa, borracha como cuba, meada hasta el cuello, vomitada hasta la carótida, picada por todos los inmundos cangrejos de esa reputísima playa que después del gooooooordito deteste con todo mi ser. Si, tengo la horrible capacidad de pasar del amor al odio casi en milésimas de segundos. Así como esa chica había sido la reencarnación pura de la belleza en segundos fue el espanto vivificado.
A las horas, solo ,como un perro desvencijado por las pulgas, tomo un ómnibus para regresar a mi ciudad con una sola cosa en mente, nunca más nadie me iba a decir gooooooordito (asi con tantas ooooooo) y algún día esa fémina malcojida se iba a tragar sus palabras, porque ni siquiera le dije que yo quería ser cura. Amén.