Nació en Buenos Aires en 1944. Novelista y cuentista, ha publicado El frasquito (1973, 2009 Edhasa); Brillos (1975); Cuerpo velado (1978); En el corazón de junio (1983, Premio Boris Vian); La muerte prometida (1986); Lo más oscuro del río (1990); La música de Frankie (1993); Villa (1996, 2006 Edhasa); Tennessee (1997) –llevada al cine por Mario Levín con el título de Sotto voce–; Hotel Edén (1999); Ni muerto has perdido tu nombre (2002) y El peletero (2007 Edhasa). También es autor de una Los muertos no hablan (2009 Edhasa) y de dos volúmenes de ensayos: La ficción calculada (1998) y Epitafios. El derecho a la muerte escrita (2005). Varios de sus libros se han traducido al portugués.
LOS MUERTOS NO MIENTEN
La voz de un escritor, ese rasgo impalpable, casi imposible de explicar y más difícil aún de ignorar, es aquello que marca una obra. Pero esa voz, ¿de dónde surge?, ¿qué trae con ella? ¿Qué es eso que marca su diferencia?
Como en La rueda de Virgilio, Luis Gusmán vuelve a urdir un relato en el punto lábil y tan discutible donde se entrelazan la vida y la literatura, su vida y su literatura. Pero esta vez las intenciones son otras. La voz en cuestión, de muy diversas maneras, interpela a los muertos, a los propios; a los ajenos que el amor o la admiración ha vuelto propios. Los de la infancia, los más recientes, los literarios. Los interroga al mejor estilo de la novela policial, en la búsqueda de pistas, revelaciones, hasta dar con una verdad donde lo autobiográfico logra construirse como una ficción atrapante y conmovedora.
Con una prosa austera, de una belleza que hace pensar en la dignidad y que repele con desdén todo ornamento y afectación, este libro, como su título indica, expresa confianza, pero también un cierto pavor, ante esas voces que de improviso ponen en marcha un texto, y arrastran consigo al escritor, mientras éste sea capaz de tolerar esa compañía. El escritor como médium, podría decirse, aunque no es eso. El médium, todos sabemos, es el vehículo de una verdad que lo desborda. Los muertos no mienten es todo lo contrario: sobrio, para no exhibir su inteligencia; exacto, para que la pasión y el espíritu sean inteligibles. Un pequeño tesoro.
EL FRASQUITO
“La brevedad de El frasquito, su fragilidad y su condición de noticia esporádica parecen exigir prólogos y otras garantías cada vez que se reedita. Cuando lo leí por primera vez, treinta años más jóvenes ambos, fue su juventud la que me asombró. La juventud del libro, su candor e irreverencia inimitables que nada tienen que ver con la precocidad. Treinta años después, después de releerlo, el efecto es el mismo. El frasquito parece el libro central de una estética gombrociana para la cual la inmadurez lo es todo.”
“La década del setenta precipitó muchos acontecimientos que El frasquito, en su condición de testigo, no prefigura ni promete, hecho que tampoco lo convierte en un souvenir más de la época. Por suerte no es el carácter profético ni enfático de las historias del siglo veinte el que nos permite releerlas; la tranquilidad de la resurrección reside en esta lenta o lerda manifestación de singularidad que El frasquito conserva sin mácula.”
Luis Chitarroni (Fragmento del Prólogo)
LA RUEDA DE VIRGILIO
En literatura pocas cosas generan tantos malentendidos como la relación entre la vida y la obra. Se argumenta, por ejemplo, que bajo la forma de la confesión solapada, tal autor escribió una novela que es apenas una parte de su existencia, más unos puntos y unas comas. O también lo contrario: que el tosco artificio de aquella ficción se explica porque el escritor la ejecutó de espaldas a su vida. Así dicho, la vida y la obra son deudoras mutuas, dueñas de una deuda que nunca podrán pagar. Y que las condena a ambas.
Bajo la forma nada solapada de la autobiografía literaria, La rueda de Virgilio elude esos tópicos triviales, y nos hace entender, por la excelencia de su prosa, lo evidente: que aquello que liga la vida y la obra es la escritura. Luis Gusmán recorta de su biografía aquello que hizo posible sus libros, y como no podía ser de otra manera, de este racconto surge otro libro. Uno donde la imaginación y la verdad están puestas al servicio de la memoria, donde la invención y el recuerdo preciso dejan ver la escena íntima del escritor, mientras sigue escribiendo. Todo para recordarnos que no sólo la escritura liga la vida y la obra, antes que eso está el estilo, su primacía, aquello que distingue una literatura. Y también, naturalmente, cualquier vida.
La voz de un escritor, ese rasgo impalpable, casi imposible de explicar y más difícil aún de ignorar, es aquello que marca una obra. Pero esa voz, ¿de dónde surge?, ¿qué trae con ella? ¿Qué es eso que marca su diferencia?
Como en La rueda de Virgilio, Luis Gusmán vuelve a urdir un relato en el punto lábil y tan discutible donde se entrelazan la vida y la literatura, su vida y su literatura. Pero esta vez las intenciones son otras. La voz en cuestión, de muy diversas maneras, interpela a los muertos, a los propios; a los ajenos que el amor o la admiración ha vuelto propios. Los de la infancia, los más recientes, los literarios. Los interroga al mejor estilo de la novela policial, en la búsqueda de pistas, revelaciones, hasta dar con una verdad donde lo autobiográfico logra construirse como una ficción atrapante y conmovedora.
Con una prosa austera, de una belleza que hace pensar en la dignidad y que repele con desdén todo ornamento y afectación, este libro, como su título indica, expresa confianza, pero también un cierto pavor, ante esas voces que de improviso ponen en marcha un texto, y arrastran consigo al escritor, mientras éste sea capaz de tolerar esa compañía. El escritor como médium, podría decirse, aunque no es eso. El médium, todos sabemos, es el vehículo de una verdad que lo desborda. Los muertos no mienten es todo lo contrario: sobrio, para no exhibir su inteligencia; exacto, para que la pasión y el espíritu sean inteligibles. Un pequeño tesoro.
EL FRASQUITO
“La brevedad de El frasquito, su fragilidad y su condición de noticia esporádica parecen exigir prólogos y otras garantías cada vez que se reedita. Cuando lo leí por primera vez, treinta años más jóvenes ambos, fue su juventud la que me asombró. La juventud del libro, su candor e irreverencia inimitables que nada tienen que ver con la precocidad. Treinta años después, después de releerlo, el efecto es el mismo. El frasquito parece el libro central de una estética gombrociana para la cual la inmadurez lo es todo.”
“La década del setenta precipitó muchos acontecimientos que El frasquito, en su condición de testigo, no prefigura ni promete, hecho que tampoco lo convierte en un souvenir más de la época. Por suerte no es el carácter profético ni enfático de las historias del siglo veinte el que nos permite releerlas; la tranquilidad de la resurrección reside en esta lenta o lerda manifestación de singularidad que El frasquito conserva sin mácula.”
Luis Chitarroni (Fragmento del Prólogo)
LA RUEDA DE VIRGILIO
En literatura pocas cosas generan tantos malentendidos como la relación entre la vida y la obra. Se argumenta, por ejemplo, que bajo la forma de la confesión solapada, tal autor escribió una novela que es apenas una parte de su existencia, más unos puntos y unas comas. O también lo contrario: que el tosco artificio de aquella ficción se explica porque el escritor la ejecutó de espaldas a su vida. Así dicho, la vida y la obra son deudoras mutuas, dueñas de una deuda que nunca podrán pagar. Y que las condena a ambas.
Bajo la forma nada solapada de la autobiografía literaria, La rueda de Virgilio elude esos tópicos triviales, y nos hace entender, por la excelencia de su prosa, lo evidente: que aquello que liga la vida y la obra es la escritura. Luis Gusmán recorta de su biografía aquello que hizo posible sus libros, y como no podía ser de otra manera, de este racconto surge otro libro. Uno donde la imaginación y la verdad están puestas al servicio de la memoria, donde la invención y el recuerdo preciso dejan ver la escena íntima del escritor, mientras sigue escribiendo. Todo para recordarnos que no sólo la escritura liga la vida y la obra, antes que eso está el estilo, su primacía, aquello que distingue una literatura. Y también, naturalmente, cualquier vida.
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