viernes, 2 de enero de 2009

LA SEÑORITA YO - Cap 6 - XXX



Llego a lo de Hernán; un amigo que tengo postergado y deseo recuperar. Me mando un mensaje de texto insultándome porque hace tres meses que no nos vemos. Pienso que en la adolescencia tres meses no significan nada. Después de los treinta empiezan a ser décadas. ¿Exagerado yo?
Le contesto diciéndole que, si hoy esta en su casa, pasare a visitarlo. Responde que seis y media de la tarde me espera.
En el trayecto a su casa recordé cuando lo conocí, fue en un pub alternativo de calle Corrientes. Él estaba en la barra y yo sentado en una mesa próxima. Él solo. Yo también. Cruzamos una mirada entre cómplice y aventurera, y con su osadía de siempre, agarro la bebida que estaba consumiendo se acerco a la mesa y me dijo:

- ¿Me puedo sentar con vos?, tu mirada me cautivo.
- Mira vos, ¿mi mirada? – le respondí incrédulo – sentáte .

Bien podríamos haber tenido una historia, pero la charla llevo a no pertenecernos. Los dos teníamos veintitrés años y la incertidumbre como destino. Aun hoy cuando nos juntamos para ir al cine, tomar algo o simplemente charlar; siempre, irremediablemente, en algún momento, volvemos a cruzar esa mirada de la primera vez.
Toco el piso 14 de la Torre Callao, Hernán es arquitecto y su departamento es un derroche de buen gusto y sobriedad, nadie diría que ahí vive una loca desenfrenada. Entro al edificio con toda la ansiedad de contarle de mi relación con Manuel, para escuchar otro punto de vista, que me diga que no estoy tan loco.
Espero el metálico ascensor, entro mientras escucho una voz masculina que grita:

- Aguarda un segundo por favor.

Cuando esa voz se hizo cuerpo, dentro del cubo automatizado, el aire densifico mis venas. Frente a mí, parado sin dejar de mirarme, un ejemplar de macho en extinción. Un hombre, con mayúsculas, cubierto en un traje Armani, envuelto en una fragancia que me elevaba, alto; en mi metro ochenta quedaba grande, su boca admitía ser una puerta al desenfreno, sus ojos escupían un verde intenso, y sus manos podrían abarcar el colosal cuerpo de un guerrero Zulú.
Un instante puede ser nunca, o puede ser simplemente un instante.
Mis aturdidos nervios logran sentir como se cierra la puerta del ascensor. Él frente a mÍ, levanto tímidamente la vista para que no se de cuenta que ya lo había mirado y veo como sus ojos están clavados, fijamente, amuradamente, en los míos.
Mis manos sudan. No le pregunto a que piso va. No me pregunta a que piso voy. En realidad no sé donde estoy. Pienso lo peor; es un loco, me va a matar, es un asesino; ahora me despelleja vivo, crucifica mi cuerpo en la terraza y realiza un ritual indio, en ese attache lleva un cuchillo, no; una espada, no un revólver, no, una soga y me estrangula… ¿Qué pasa? ¿Quién es el loco?
Vuelvo a la realidad cuando esa boca, que admite ser una puerta al desenfreno, se pega a la mía violentándola con una lengua mojada de tanto calor. Una lengua que explora cada rincón de mi boca. Me pierdo, agarro su cabeza por atrás y mi lengua juega a poseer su boca. Sus ojos permanecen abiertos como los míos; queremos ver, queremos vernos, observar la próxima jugada del otro. Esas manos gigantes empiezan a apoderarse de mi cuerpo, me estremece, desabrocha el cinto de mi pantalón, me saca la camisa con un solo movimiento, siento explotar, siento como su piel comienza a quemar la mía. No me importa nada, a él tampoco. Desanudo su corbata, su lengua sigue haciendo estragos en mi boca, rodea mi cuerpo, estruja mi espalda. Rompo todos los botones de su camisa, impecable, en una desesperada carrera por ver su torso desnudo. Dejo de sentir la sensación de levitar, el ascensor se detuvo. Se abren las puertas, me toma de la mano. Entramos a una especie de solarium; un cuarto enorme, como una gran casa vidriada, a lo lejos se ve una línea azul, roja y amarilla; el día da paso a las sombras. Me tira contra una pared y sigue ultrajando mi boca. Todo sin hablar.
Mis manos bajan hasta su sexo y se encuentran con una dureza brutal y primitiva. Lo rozo, lo toco, marco un terreno que en breve será mío. Siento su primer gemido, un halito de voz, un susurro gozoso. Deseo esa roca humana, ese celestial cuerpo que habita en su cuerpo. Lo deseo y él lo sabe.
Lo desnudo completamente como hizo conmigo. Nos encontramos tirados en una montaña de colchonetas. Su lengua dibuja surcos en mi piel, se posa en mis tetillas y las rodea de saliva, para volver a besarlas y lamerlas y besarlas.
Siento que voy a perderme en un orgasmo infinito. Gira mi cuerpo para besar mi espalda, baja hasta la cintura, recorriendo mis nalgas, mis piernas. Apoya su cuerpo sobre el mío; el poder embriagador de su miembro duro apoyándose en mi culo, balanceándose seguro en ese terreno desconocido, me vuelve más loco aún.
Se detiene, yo no reacciono. Escucho algo así como la rotura de un plástico y vuelvo a sentir sus manos tomándome la cintura para levantarme. Deseo morir en este instante. Esa roca comienza a entrar lentamente en mi cuerpo, esa roca sedienta de sexo va lentamente abriendo un camino en el interior de mi hoguera. Sólo se escuchan sus leves gemidos, muy suaves, casi imperceptibles. Yo estoy mudo, revolcado de placer, no logro emitir sonido. Mi mente me calla y mi sentir me dice que grite como una perra, como la perra que soy, que gima como si me estuviese cogiendo el quinto regimiento de infantería completo. Que grite, que gima, que grite, que un instante es simplemente un instante. Dejo sentirme y sentirlo en el silencio. Que nada acabe, que todo se postergue.
Cada vez más fuerte y acompasado va taladrando mis entrañas, no logro resistir más, parece que él tampoco. Su cuerpo cae sobre mí espalda, su boca en mi oído exhalando gozo, respirando agitadamente, su corazón parece querer entrar en mi espalda. Suavemente se levanta, suavemente vacía mi cuerpo del suyo.
Logro darme vuelta mientras él se viste. Agarro mi ropa. Me mira y sonríe, devuelvo el gesto. Me cierra un ojo y escucho su voz: - Chau.
Podría no haber roto el silencio, hubiese sido todo más mágico.
Hago un paneo del lugar y recuerdo que llegue ahí porque venia a lo de Hernán. Recuerdo que entre ahí porque Hernán me había abierto la puerta y me estaría esperando. Corro, llamo al ascensor y marco el piso 14. La puerta estaba abierta, desde allí lo llamo.

- ¿Dónde te metiste? – me dice enojadísimo – hace quince minutos que me tocaste el portero, ¿no me vas a decir que te perdiste acá!?
- ¿Cómo? ¡Ah! No, ahora te explico. Convídame un café. – le contesto perdido en mí.
- Bueno, bueno, pero acompáñame a la panadería que quiero que pruebes unos strudells que son un placer. Vamos, dale.

Bajamos los catorce pisos, me pregunta si me pasa algo que estoy tan callado y respondo que fue un día de mucho trabajo y estoy algo cansado. Me había dicho quince minutos; esta cuestión del tiempo es demasiado sobornable. Creí haber estado horas con ese cuerpo balanceándose sobre el mío, con esa lengua comulgando con la mía, con ese hombre que ni siquiera sabia su nombre. Aunque tampoco me importaba.
Hernán compra esos strudells que se ven maravillosos y volvemos. Llamamos al ascensor y cuando las puertas se abren aparece él. El mismo que minutos antes había sido el sultán en los emiratos de mi cuerpo. Quede paralizado. Él, como si nada, nos dice: - Buenas tardes – como cualquiera puede saludar a dos extraños. Luego se pierde atravesando la puerta principal.

- ¡Nene! – me dice Hernán.
- ……………………...
- ¡ Che puto reacciona!, ¿Qué te pasa, tenes leche acumulada?
- ¿Eh? ¿Qué pasa?
- ¡Pero te quedaste cual loca alzada mirándolo!
- Bueno che, esta fuerte, perdona, por ahí no me di cuenta. - le respondí.
- Todo bien. Es un mata putos, como su mujer, es un sorete. Viste como pienso yo; se debe morir de ganas de cojerse un tipo, pero no se anima.
- Y sí, ¿capaz no?- le respondo yo.

Ya no le contaría a Hernán sobre mi pequeña aventura con el mata puto. Que se yo; un instante puede ser nunca, o puede ser simplemente, un instante.