jueves, 8 de enero de 2009

LA SEÑORITA YO - Cap 8 - Yo: aquel que escribe lo que no dice


Manuel se fue a lo de una amiga, quedo solo en el departamento y agarro el, primer libro que se me cruza; leer puede hacer que me olvide un poco de todo y viva en una frontera entre la desesperación y la libertad, aunque nunca identifique que diferencia existe entre estas. Leo a Gilles Deleuze, una frase me cautiva: “el mundo es el conjunto de síntomas cuya enfermedad es el hombre. Frente a ello la literatura es una empresa de la salud”.. Pienso en la verdad de la frase; una frase pura, sin deslices, integra. La literatura me salva, me rescata de mí, me lleva a otro lugar, lástima que, a esos lugares, viaje siempre conmigo. Revierto mis pensamiento, tambien, a veces, la literatura es sólo una enfermedad, una letal enfermedad; vivir historias de las cuales, nunca, seremos protagonistas.
Me levanto con la taza de café en mano, me acerco al enorme ventanal que da a la calle, veo como cae la lluvia que parece danzar en vaivén animal y sonoro con los adoquines; un ritmo donde deslizarse simula la vida misma. Cada gota, rompe contra el frío desmedrado del cemento hasta convertirse en miles de gotitas, que inmunes a ellas mismas, toman un camino diferente. Algunas se orientan hacia el desagüe más próximo, otras encontraban abierta alguna grieta de tierra y se perderán allí, extasiadas de orgullo mineral en la grieta y las otras, tal vez las más osadas, seguirán un camino difícil de adivinar.
Vuelvo a mí lugar, el lugar de escriba, de escritor, de esa forma de buscar historias que aún no encuentran su forma.
Dejo la taza sobre la mesada de la cocina y vuelvo a la ventana, aún siento temor de sentarme a escribir. Veo un hombre solo, bajo un toldo, que no deja de fumar, parece no importarle el agua que cae torrencialmente del cielo. A su derecha una pareja que seguramente, creo, está discutiendo; el movimiento de sus manos y las expresiones de sus rostros no me hacen imaginar una conversación tranquila. Del otro lado del hombre que fuma, un joven que puede estar pensando nada o buscando la forma de escaparse de él mismo en este día lluvioso, gris, cargado de fatalidades que se saben y no se ven. Es domingo y cualquier suicidio puede ser noticia o normalidad.
Desde que tengo memoria o razocinio; dos formas absurdas de reconocerme en los errores, he vivido para escribir, he visto sangrar mis dedos dejando huellas rojas en el papel, he inventado historias que jamás me han sucedido y hasta me convencí, en algún momento, que era un escritor.
De pequeño escribí poemas que lograban estremecerme, de adolescente cada párrafo de mis cuentos me hacían caminar hacia un delirio que no me resultaba propio. Vivía cada uno de mis personajes al límite; me sentía preso de ellos y me escapaba, pero en cada mirada de los otros volvía a encontrarlos.
Después llego la duda, la maldita duda, ese no saber si uno escribe bien o mal, si uno escribe para uno o para los otros o, si en definitiva, busca el banal reconocimiento de la opinión ajena. Escribo sólo para encontrarme.
Borraba sobre lo escrito y volvía a borrar. La duda radicaba en el inicio, en el como empezar. ¿Debía escribir sin sentido y descubrirlo mientras escribía? o ¿debía darle un sentido antes de empezar a escribir?
Siempre tuve miedo, miedo a la escritura, a escribir lo no dicho por temor a desnudarme frente al mundo. También sentía miedo a detenerme, a no poder seguir, a cortar para siempre mí relación casi onírica con la escritura. El miedo, el temor, las cosas que me circundaban. Cada palabra que no escribía me aproximaba al ahogo.
El miedo, el temor, las cosas que me circundaban, la visión de la vida; el plátano que deja caer sus hojas hacia una muerte segura, la viejita posada en la puerta de un bar; olvidada del mundo por pertenecer a él, esa viejita arropada de negra muerte que espera, espera… espera la monedita que solo la sobrevivirá unos minutos, lo que duren en esas manos que ya no son manos sino pedidos ausentes, salvajes recurrencias.
Mi visión del mundo era no querer ver más, todo me lastimaba, todo me suicidaba.
Cuando quise escribir del amor, no sabia nada de el, cuando supe lo que el era pense en no escribir nada. ¿Para qué escribir sobre lo efímero, sobre lo perecedero? ¿Para qué escribir sobre lo que es sustentado en la base de lo que no será? En definitiva nunca busque amor, si, en cambio, busque a los otros, los vehículos que me llevarían al amor.
Escribir del amor sería caer en lugares comunes, en cosas chabacanas, en pequeños libros de autoayuda barata, que por cierto se venderían por miles pero que a mi me resultarían vergonzosos.
Dejo de ver la postal de lluvia y gente y atiendo el teléfono que no para de sonar. Por el visor, veo que es el número de la amiga de Manuel.

- Hola .
- ¿Qué haces que no atendes? – me dice la vos de Manuel
- No escuche el teléfono – le digo.
- Así que no escuchaste, ¿qué hacías?
- Estaba escribiendo un poco.
- ¿Que escribís?
- Palabras, cosas, después te muestro.
- Bueno en media hora llego mi amor. ¿Preparas la cena?
- Bueno te espero, un beso.
- Te amo.
- Yo también. Chau.

Por teléfono me pregunto que escribo, es la primera vez que lo hace, y por teléfono. Nunca se interesó por saber si escribía o no. Nunca. Aún sabiendo que esa era mi pasión primera, en ningún momento de nuestra relación se vio interesado en saber algo de esto. Nada me sorprende de él. Nada. Lo peor es que ya tampoco me molesta. - Te amo –dijo- y -yo también- le respondí. Me reconforta saber lo fácil que es decir te amo; no cuesta nada, sale fácil y el otro se lo cree, como yo me lo creí siempre. Me estoy acordando de Gonzalo, ahora lo entiendo.
Me siento frente a Paula, le pause ese nombre a mí computadora, me gusta jugar con eso de que es una persona y me escucha. Me gusta pensar que en algún momento, ella me dará una respuesta a mis preguntas.
Me siento frente a Paula, ¿de qué puedo escribir ?, ¿qué historia contar si nada siento propio, no pertenezco a ningún lugar? ¿Cómo contestarme para empezar a escribirme? Este decirme yo, y caer reconocido. No. No puedo. Alguien me leerá y juzgara los escritos; mis letras, mi desnudez, y pueden llegar a condenarlas hasta confinarlas a un incinerador donde morirá la historia y con ella, otra vez, yo.
Tengo miedo; recuesto el cuerpo en el respaldo de la silla, levanto mis brazos estirando las extremidades. Siento no poder seguir.
Preparo otro café y el primer sorbo me vuelve a la realidad dormida; - Estoy solo , siempre estuve solo, sobre esto debo escribir - , ¿sobre la soledad ? Sí, un tratado sobre la soledad; la maravillosa esencia del ser humano, el estar solo, el saberse solo. ¿Cómo empezar entonces?; quizá un diario intimo, una larga reflexión. No importa, se trata de empezar, eso es lo importante. Esta iluminación que me supone ser; satori en este momento.
Vuelvo a la ventana, Buenos Aires se puso gris y gélida como una amante olvidada. Pero lo que le pase a ella es su problema. Pienso, hago intentos de frases. Todo con mi mente, trato de conjugar en presente y futuro del indicativo, sin imperativos, un tiempo que ya no es tiempo, sino apuro.
Nuevamente mi vista se desliza hacia fuera, hacia la gente;¿ Acaso todos ellos no pueden ser una historia, o varias?. Sí, todos son una historia, todos pueden ser parte de esta historia. Debo escribir sobre los rostros de esta gente, sus soledades. En los ojos de las personas uno puede descubrir todo el dolor y el amor que guardan, todas sus miserias. Sus ojos les transparentan un interior próximo a agotarse. Sus ojos son la clave, la visión que debo tener para escribir. Este instante es irrepetible, cada uno de ellos mañana serán olvidos en este tiempo despiadado y poderoso que en un segundo absorberá las historias de sus vidas. Por eso debo escribirlos, debo perpetuarlos, debo crearles una nueva vida.
Regreso a Paula. Mí mente vuela, siento estar en un cuarto muy blanco; muy frío y vegetal. Siento la obligación de darle vida a esa hoja computarizada que aparece infalible ante mis ojos, de ultrajarla en letras. Llenarla de palabras redentoras, signos revelados que le darán origen y le indicarán procedencias.
Estoy solo frente a Paula, como un Dios cansado de hacer milagros, esperando el milagro de su salvación.
Mentalmente vuelvo a esa esquina y sus personas, cierro los ojos y veo nuevamente al hombre que no deja de fumar bajo el toldo, parece no importarle el agua que cae torrencialmente del cielo, la pareja que sigue discutiendo; el movimiento de sus manos y las expresiones de sus rostros no me hacen imaginar una conversación tranquila. También el otro hombre que fuma; un joven que puede estar pensando nada o buscando la forma de escaparse de él mismo en este día lluvioso, gris, cargado de fatalidades que se saben y no se ven. Vuelvo a pensar que el suicidio es un buen principio de domingo. Es domingo y cualquier suicidio puede ser noticia o normalidad.
Pienso en todo ellos como en un intento de violar la sabiduría del olvido, trasnochar lunas que no les pertenecen, transitar la perpetua visión de lo ajeno; sus creencias, el silencio, la nada que en la nada se recrea. Y el vacío, que en su palabra encierra todo lo que significa la vida: el destino y la muerte.
Siento que soy el dueño de esas vidas, siento que les daré mejor vida en mis letras o algo mejor; un escape a sus realidades.
Los veo diferentes, los siento diferentes. Parece que esa esquina es como una antigua morada que a perpetuidad acumula pasado, tan ajena a todo. Pero no hay ausencias ni vacíos, ni siquiera silencios pequeños y tristones; hay voces que la habitan ahora; oscuridades tempranas. Tengo que contar de ese lugar y estas personas, debo escribirlo; inventar e inventarme en cada historia. Lo que yo escriba no me asegurara la gloria que no persigo, ni me reafirmara en mis fracasos, será un intento más de sentirme presente frente a un fantasma; yo.
Definitivamente debo escribir de esa esquina que me resulta un club a la intemperie de gente que no encuentra, que no se encuentra, que ya se canso de buscar, de fracasados, de mis espejos.
Comienzo a brotar en palabras, mis manos vuelven a sangrar y renazco desde mí convertido en letras y silencios. No me importa la cena ni que Manuel regrese.
Afuera la lluvia no hace más que traerme presencias.

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