miércoles, 23 de septiembre de 2009

Salta 27 de julio 2005- Parte 2 -




Atravesamos un patio tan colonial como la Parroquia; galerías que se cruzan, bullicios de niños, el escuchar de pasos tranquilos y seguros manifestándose en la presencia de lo divino.
Detrás de una puerta aparece una viejita en la cual la edad se detuvo sin avisarle; surcada de arrugas, ojos mínimos, manos casi calcáreas y esa voz, esa voz que sonaba a tiempo vivido y cosas sufridas, esa voz que parecía encontrarme para decirme:

- Hermano!! Cuánto hace que no lo veo por acá, ¿dónde ha estado?

¿Hermano yo?, no me atreví a desmentirle: - Viajando, viajando… le respondí.

- Bueno pero ya esta acá, que Dios lo bendiga- me dijo, mientras desaparecía y fue la segunda persona, al igual que la primer monjita, que no volví ver más.

Magdalena no estaba conmigo y no hubiese sido cómplice de la mentira que creí piadosa, ¿Hermano yo?, la explicación que debería darle sería extensa y aburrida, por eso la mentira y después…la culpa.
Como una tormenta de verano donde el sol pierde su batalla contra el agua, fueron cayendo todos; uno a uno aparecieron para saludar a la Hermana Magdalena y darme la bienvenida a mi.
En cada uno de esos ojos que me miraban se notaba, casi palpable, una bondad desmedida, sonrisas amplias y el interés enorme por alguien que llegaba con toda ilusión paralizada.
Ya los conocía a todos sin saber quienes eran, sólo que ahora estaban corporizados frente a mi. Y ellos me conocían casi de memoria. Magdalena se había encargado todos estos años de hacer largos monólogos sobre mi persona frente a ellos y había realizado los mismo sobre ellos frente a mi.
Ahí estaban todos; la Hermana Maria Luz con su desparpajo de ternura, la Hermana Teresa de la Cruz como una monjita de película de Almodóvar; picara y atenta a la escucha del otro. El Hermano Pío, físicamente una radiografía, espiritualmente la plenitud, el Padre Josué con su cara de gruñón que, de tan gruñon, no le cabía más bondad. Hasta Pipo, el perrito, la mascota del lugar, aparece tranquilo, se asoma por mis rodillas, de improviso lame mi cara y desaparece por el lugar que vino. Todo en una postal de paz.
Enseguida, arrastrando la r como queriendo nombra lo extenso, el ofrecimiento:

- Ricardo, ¿mate?, ¿café?, ¿te? ¿O queres algo fresco?

Todo bajo la melodía de las carcajadas de Magdalena y Maria Luz que venia de un cuarto contiguo a la cocina. Risas originadas allá dónde sólo Dios sabe por qué.
Es necesario repetirlo: nada me resultaba ajeno. Nada.

No es que sentí regresar
a mi antigua casa;
de paredes ajadas, espacios
de grandes sueños, escaleras que
convidaban a un infinito literario y divino.

No.

Sentí regresar a mi vieja morada; la letra
a reconocer un tiempo despiadado y poderoso,
un hueco que absorbería en segundos la historia de mi vida,
cada uno de esos 365 días multiplicados por mis edades.

Imagine otro hogar;
el vacío que la letra esconde, encierra;
sus oscuridades tempranas.
El niño que deje
no me puede convencer del hombre que hoy soy,
volví con la esperanza empecinada de no encontrar aromas
pero todo estaba desprolijamente disfrazado de primavera.



Como de la nada aparece otra voz: - ¿Llego la Hermana Magdalena? , ¿Magda, dónde estas?.

- Acá, ¿cómo le va ?, contesta Magdalena mientras abraza y besa a un coloso y regordete hombre: el Padre Agustín.
- ¿Vio a quién traje?. Mire… le dice señalándome con la cabeza.
- ¿Vos sos Ricardo?- me pregunta.
- Si, ¿cómo le va?
-Pero que alegría, por fin viniste!! – sigue sin mediar- ¿No te dieron nada de comer?, Che Magda!! Haber, saca de la heladera un bandejita, vas a ver Ricardo; te voy a hacer probar unas tortas que no lo vas a creer!

Acomodados en la mesa de la cocina comenzó un dialogo ameno, acariciado por un sol provisto de vida, que en su inmensidad, abarcaba todo el lugar.
El Padre Agustín me hablaba sin preguntar, sin dejar de mirar mis ojos, en forma directa, lineal y yo sentía que podía mantener esa mirada de luz, una mirada que desconocía y me estaba cobijando.

Como bautizándome de luz
como quebrando
la distancia de mis ojos.
Como queriendo leer
las palabras que no digo;
me miro:
como quien mira una posibilidad
de salvación
como miraba yo cualquier pecado
sin posibilidad de salvarme.


- Te gustan las cartas, ¿si?- me pregunto el Padre Agustín y sin esperar respuestas- Hermano Pío!! Tráeme las cartas por favor!!

Durante casi una hora me mostró trucos infantiles con sus cartas, trucos que no dejo de festejar con contagiosas risotadas. – ¿Viste cómo es?

Por supuesto que nunca vi como eran esos trucos; mi lucidez mental no excede los límites de lo lógico, todo aquello que me supone algo estructurado o previsible tiendo a negarlo. Los juegos fueron entretenidos para verlos, no para pensarlos.
Enseguida el Padre Agustín pidió a la Hermana Magdalena que me llevase a conocer la ciudad y que nos acompañe Maria José, hermana de Paulina, una novicia, quien se hallaba de visita y al otro día partiría para México.
Los cuatro fuimos al Paseo de los Artesanos, en las afueras de la ciudad. En el camino vi una ciudad pintoresca, añeja, colonial y me descubrí yo, no como observador de estructuras materiales o monumentos, vidrieras, sino como veedor de la gente; del andar apurado, del saludo espontáneo, de esas miradas que miran sin ver y las otras, que ven sin creer. Mire los pies, que en el apuro pierden la esperanza, o las manos; que en la urgencia pierden la calma.
Se repetía nuevamente una postal, pero móvil, en donde la belleza no radicaba en la belleza misma, sino en la foto, sino en lo superior; lo sublime.
¿Cuántas vidas que caminaban por esas calles, no vivían?, ¿Cuántas vidas me faltaban caminar?, ¿Dónde estaba yo entre ellos?.

Ocultando mis miserias
quise saberlo todo;
era ocultarme de todos
y no creerme miserable.
La imagen que había
visto de mi era vació.
Hasta aquí quería ser otro.

No hay comentarios: