lunes, 29 de diciembre de 2008

La Señorita Yo - Cap. 2 -


Una vez, hace nunca, llegue; partiendo un útero, revolviéndome ante el espanto de la vida sin saber que era. Bebiéndome un aire que no era mío, dí un grito y anuncie mi ausencia.
No quiero aburrir; el grito de mí madre fue prolongado por el mío ante la palmada. Una niñez sin sobresaltos; entre juegos, risas y la mirada atenta de esa mujer cuyo nombre suena grande en mí, cuyo abarcarme es vida por ser significado. Sólo una palabra.
De todas las vidas que uno vive y no hablo de la cuestión de la reencarnación, sino de las vidas que uno va eligiendo, esas vidas que nos van llevando a ser. De esas vidas sólo guardo el recuerdo de los aromas. El aroma a pasto mojado del parque de casa que contenía lo ajeno como propio, el pasto verde mojado humedeciendo todas mis desesperaciones. La primavera violentando los cerezos, donde trepaba niño tratando de llegar a lo alto, a las ramas, donde lo rojo se confundía con lo blanco. El aroma a tierra después de la lluvia, ese aroma a tierra embebida, fundida en el agua. El aroma de los árboles de la plaza, tantas veces escrita, tanta veces olvidada. Esa plaza donde los pasos son seguidos de las sombras, donde las fuentes danzan aguas de adioses y despedidas.
Lo normal; un padre ausente, una madre siempre a la expectativa y dos hermanas; una mayor que asumía siempre un rol que no le pertenecía, que nunca seria suyo, y una menor que era simplemente una involuntaria cómplice de toda mi vida. Hasta aquí todo bien, al menos eso parecía.
Los olores, los juegos, los domingos familiares, las discusiones con olor a vainilla de las tortas.

Sergio vamos a jugar – me decía Mercedes, mi hermana menor, mientras tomaba mi mano para salir al parque.
Vamos, ¿a qué queres jugar ?
Y… a la casita… ¿queres? – indagaba mientras sus ojos azules me miraban implorando un si.
¡Sí!, claro que quiero.
Bueno entonces vos hace de mamá.

Cuando nació Mercedes yo tenía todas las expectativas puestas en la panza de mí madre; sabía que algo especial crecía ahí dentro. Un ser distinto, algo así como una gracia divina.
Lourdes, mi hermana mayor, me llevaba siete años y ninguno de los dos buscó en el otro un mínimo gesto de comunicación. No nos llevábamos mal, directamente no nos llevábamos. Lourdes significaba, socialmente, todo lo correcto, todo lo que se debía hacer dentro de los límites de lo moralmente aceptable. Nunca una mala palabra, nunca una travesura, nunca un gesto de rebeldía o una complicidad con nosotros. Su vida era un no permanente, un eso no se hace, esto no se dice. Tal vez la negación sea, acaso, un buen modus operandis de vida.
Mercedes y yo exploraríamos siempre todas aquellas cosas que nos generaban curiosidad. Aún hoy, ya crecidos, nos juntamos a reír de nuestras locuras.
Esa exploración fue la que siempre nos mantuvo vivos, nos dio alas, nos llevo por caminos diferentes, pero que en algún momento se encontraban. En esa exploración, hace mucho tiempo, me encontré en un cuerpo ajeno, un cuerpo que frente al espejo deseaba ese cuerpo. Una exploración que me llevaría a caminar por algodones, abismos y plenitudes.
No sentía que mi cuerpo fuera mi cuerpo. Todo en la adolescencia, un tramo difícil de transitar. De chico el modelo hombre-mujer, de chico; el pene en la vagina, de chico; el sexo entre hombres esta mal, de chico; Dios te castigara, de chico y con la cabeza taladrada por mensajes externos, busque ser libre a partir del silencio. Callar parecía ser entonces la manera más efectiva de manterme intacto, pleno, lucido, aunque sin vida.
Comencé a escribir. Me inventaba la vida que deseaba, no la que llevaba. ¿Qué sintiese deseos por un hombre siendo un hombre? ¿Y sí estaba mal? ¿Y sí era verdad qué Dios, desde su eterna sabiduría, me lanzaba un rayo que me dejaría calcinado con el sólo hecho de pensarme acostado con otro hombre? ¿Y cómo sabia sí estaba mal si no lo hacia?
Literatura, escritura; formas de espejarme. Leía, escribía hasta quedarme sin deseos, hasta morir en cada hoja. Renacía al otro día para comenzar nuevamente el ritual. La escritura me regalaba el mundo, me inventaba en el. Escribía, juntaba todos los papeles y al atardecer los encendía en el parque; observando, con deleite, como todos mis pecados eran consumidos por el fuego, como se elevaban en torpes cenizas negras hacia un Dios que no permitía mis malos pensamientos. Mis ojos lagrimeaban por el humo y por tanta opresión quemada.
La escritura me salvaba, me rescataba del naufragio hormonal en el que me sentía perdido. ¿Estaba mal pensar lo qué pensaba, sentir lo qué sentía?
Aunque cualquier momento haya sido ya entonces, quería buscar la posibilidad de volver de lo que no había aún hecho. Las cosas allá a los lejos me esperaban, como todas las cosas; deseadas, amadas… latentes.
Ya de chico, y no sé por que cosa del destino o la vida, entendía que lo peor no esta por venir nunca, desde antes de mí ya ha venido; yo no estaba dispuesto a hacerle entender que me había enterado.
Nada de lo dicho era lo correcto, veía al mundo como algo equivocado y hostil, un mundo del que yo era el huésped y él, una delirante compañía. Casi todo era NO, como el eco de las palabras mayores, de esos adultos que parecía que no habían cometido errores nunca, jamás.
Así fui construyendo el cuerpo, moldeándolo incesante, cincelándolo bajo la mirada cuasi-atenta del espejo, en el cotidiano encierro.
Muchas veces deseaba una nave, que la imaginaba azul, una nave que me diese el poder para irme, el poder del viaje inesperado, repentino y duradero. Algo así como a otra galaxia, otro cielo; sin filas escolares, sin auroras cautelosas, sin el discurso del héroe; de aquél que fue, porque mató.
Deseaba todo sin saber qué. Deseaba lugares, soñaba el mar, la luna, una estepa de estrellas abrigándome en la noche. Ahí sentí la necesidad de alejarme un tanto de mí para poder encontrarme allá, a lo lejos, anónimo y en lo anónimo, y rescatarme o perderme de una vez por todas.

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