lunes, 29 de diciembre de 2008

LA SEÑORITA YO -Viceversa - Cap 1


¡Esta todo bien!, ¿venís a casa? ¿Por dónde estas? – me dijo Manuel en el segundo dialogo telefónico.
¿Te parece?... yo no tengo problemas en ir. Ahora estoy en lo de un amigo tomando un café. Me desocupo en una hora, si queres paso. – conteste yo con la intención de conocerlo.
Si dale, venite así nos conocemos. – respondió.
Ok, dame la dirección. – dije con esa sensación de nervios que siempre tuve al conocer a alguien.
Si, anota.

Un mes atrás había empezado el dialogo por chat. Durante un mes las palabras fluían y escapaban por la pantalla. Durante un mes hablando sobre el desafío de conocernos. Hasta aquí, supuestamente, uno sabía todo del otro, parecía que las palabras jugaban su destino: significarse detrás de ellas, hablar de verdades, no esconder supuestos. Mi amigo Daniel servia el segundo café:

¿Quién era? – me pregunta Daniel.
Manuel, un chico que conocí en el Chat.
Pero como ¿y Gónzalo ?
La relación no da para más, no sé como hablarle. Vivimos dos realidades distintas, yo muy encerrado en mí y él en una nube de pedos permanente. Hay días que no soporto hablar, quiero cortar la relación.
¿Pero se lo dijiste?
Aún no.
Entonces decidís conocer a otro. ¿Lo conoces cómo levante o cómo algo más?
¿Qué me preguntas, cómo puedo saberlo? ¿Vos metes un tipo a tu casa y ya sabes si va a estar con vos para un polvo o va a ser tu Romeo?
¿Qué contestador estamos, dudas quizás? A mí sólo me interesa coger – respondió Daniel.
Bueno a mí me interesa vivir y si dentro de ese vivir esta la posibilidad del amor mejor, sino también el sexo es un buen escape.
Ja, ja, ja – rió como sabe hacerlo para que yo enfurezca – parece que evolucionaste, lograste desdoblar una relación seria de un toque y me voy. Además nada tienen que ver el sexo con el amor, van por caminos diferentes, si se encuentran fantástico y sino a gozar igual. Alguna vez te dije que espero que el mundo no termine con una explosión, sino con un gemido y deseo que sea un gemido de placer.
Esa facilidad que tenes para hacerme enojar. ¿Siempre sexo vos? No se que pasara con este chico, por ahora, a Gonzalo no pienso serle infiel.
Por ahora. ¿Entonces a qué vas?
¿Cómo a qué voy?, a conocerlo. Siempre me tenes que joder con esas preguntas.
Yo no te jodo, por ahora significa duda.

Duda, siempre esta la duda, el temor a lo desconocido o lo que es peor, el miedo a lo conocido, y cuando eso conocido empieza a resultar extraño.
La música clásica, que siempre pone Daniel para el café, rodeaba mis fantasías. Ya no lo escuchaba a él, tenia la mente puesta en el encuentro con Manuel; el encuentro con las respuestas del ¿Cómo seria?, ¿qué historia tendríamos? ¿Hasta dónde llegaría yo y hasta dónde llegaría él?
Me sentía bien con la complicidad de la música y la figura de Daniel frente a mí. En ese momento no necesitaba nada más. Daniel nunca me daba consejo alguno, nunca me censuraba; solo hablaba y me llevaba sin escalas a la reflexión. Ese vínculo que teníamos fortalecía mi amistad con él, ese vínculo generaba en mí la imperiosa necesidad de verlo aunque sea una vez por semana. A veces salía de su departamento furioso por escucharlo decirme impresionantes barbaridades, y a los pocos minutos sentía que sus palabras eran sinceras y amistosas verdades y ahí me daba cuenta que mi furia era cobardía y tristeza a la vez.
Daniel es de esas personas que no todos alcanzan a conocer y no todos pueden hablar, no lo digo para subestimar a nadie, pero seguir una conversación con él cuando se introduce en los senderos de la filosofía es no apto para simples y sencillos mortales. Su intelectualidad me extasió siempre , hablaba de Milan Kundera o bioética con idéntica pasión e idoneidad, o de política y de familia como un experto en el tema, y desde mi sed de saber, lograba admirarlo hasta la reverencia. Siempre me regocijan esos cálidos encuentros.

¿Qué vas a hacer entonces? – me preguntó.
Nada, voy a ir a conocerlo, a charla y tomar algo, no sé. – respondí con el fondo de música clásica.
Te pregunto qué vas a hacer con Gonzalo, en realidad, qué vas a hacer con vos y tu relación.
Hablar, decirle que se termino, explicarle que las diferencias que nos unían ahora nos separan. No sé…
Bien, hace como te parezca, pero pensá todo. Pero sobre todo pensá alguna vez en vos, en lo que es mejor para vos. –sentenció.

Salí del departamento pensando en que seria lo mejor para mí. ¿Existe algo que sea mejor que uno para uno mismo? ¿En relación a qué es la función del otro en la vida de uno? ¿Cúal es la utilidad del otro o de mí en los otros? Recordé un chico con el que salí unos meses, Diego se llamaba. Un viernes nos invitaron a una fiesta donde la heterogeneidad del lugar la hacía fascinante; travestís, enanos, algunos ejecutivos, señoras mayores, escritores, modelos y todo aquello que pertenece a este gran circo de la hipocresía, aquellos a los que le gusta decir; - Si, tengo amigos homosexuales, ¡me encantan!. Todo como un grito de moda, de lo que se usa. Sí, tener un amigo puto queda bien. Si es puto y negro mejor, se sienten nominados al Premio Nobel de la Paz.
Dos horas habían pasado desde que llegamos a la fiesta y charlaba de nada con una bailarina; en realidad ella hablaba de su pasión, mientras yo asentía alentado por el champagne. Diego me llamo para presentarme a una pareja de amigos; Pablo y Ramiro. Pablo era simpático, robusto sin ser gordo, vestido de pies a cabeza por Key Biscayne, tendría unos cuarenta y cinco años, de profesión abogado, igual que Diego. Ramiro tenía una belleza sobrenatural, casi salvaje, imposible de no sentirse atraído o perdido en sus ojos verdosos y melancólicos. Era alto, cuerpo trabajado y tendría unos treinta años, de profesión sociólogo, y amaba la pintura. Una belleza cautivamente, un hablar pausado. Un tipo seguro de él y ajeno a este mundo en el que se encontraba, como yo; festejando algo que no sabíamos. Lamento no haber escapado de esa fiesta con él.
Luego de intercambiar algunas palabras con la feliz pareja, que hacia tres meses que salían, Diego me miro y me dijo: - ¿Viste qué lindo es Ramiro?, vos y él son ideales para estos lugares, son como elementos decorativos, todo el mundo los mira, todos los desean y, en definitiva, sólo son nuestros-.
Quede vacío en un segundo, su voz me devolvía la nada. Mire a mí alrededor, algunas miradas me miraban, me sentí perseguido. Sentí estar en un laberinto donde cada persona buscaba hacerme su presa. No escuche más a Diego. Me asfixiaba y salí al balcón. Lloviznaba, la avenida mojada sostenía los pasos de los últimos transeúntes de la noche. En la esquina un sin casa dormía tapado por la desesperanza. No quise volver a la fiesta. De lejos vi a Ramiro sonriéndole sin ganas a Pablo. Diego como si no hubiese dicho nada hablaba con todos. Pensé que me pediría disculpas, pensé que iba a darse cuenta de lo dicho. Nada de eso paso.
A las cinco de la mañana tomamos un taxi, llegamos a su departamento, nos acostamos. Todo sin hablarnos; mi ánimo estaba desvanecido. El cuerpo de Diego se derrumbó de cansancio y se durmió. Cuando desperté a la mañana Diego no estaba, había dejado una carta: Sergi: me fui al gym, acórdate que hoy tenemos el cumple de Francisco, a las nueve, en Belgrano. Ponete lindo como anoche. Diego
Salte de la cama, fui al baño, moje con agua helada mí cara para despertarme. Junte algunas cosas mías que había en el departamento y me fui.
Nunca más volví a verlo, nunca más atendí sus llamados, ni sus urgencias. Nunca más me intereso ser un elemento decorativo para él ni para nadie. Ni siquiera merecía una carta de despedida; yo no lleno el vacío visual de nadie.
Seis de la tarde, Avenida Córdoba es un caos de automóviles. Sigo pensando en el encuentro. Si tomo un colectivo tardare mucho y mi ansiedad me hará colapsar. Si voy en taxi, llegaré pronto y mi miedo puede hacer que me arrepienta. Siempre los extremos, solo tengo que elegir el medio y llegar a Palermo, sin dudas, sin arrepentimientos, después de todo ¿qué estoy haciendo mal? No soporto el calor, demasiado calor. Enero en Buenos Aires es la antesala del infierno. Quiero llegar a la cita impecable, seco.
Me decido por un taxi. Le indico el camino. El bullicio de la calle me perturba, lógicamente no estoy del todo bien; acostumbrado hace años a esta ciudad, no puede justo hoy hacerme sentir así o sentirme ajeno a su alboroto. Soy parte de ella, mis sueños se volcaron en ella, se consumieron en ella, ¿Cómo puede perturbarme?
Abro mi bolso, siempre llevo bolso, nunca están de más en el un libro, un cuaderno, la agenda, algún ansiolítico, bolígrafos, tickets de subtes, colectivos, alguna foto, bla, bla. El bolso es como una metáfora del desarraigo, es como estar siempre presto a partir, como estar en todos lados sin habitar ninguno. Saco el perfume y me pongo un poco. Agarro una mentita y juego a derretirla en mi boca. Parezco un adolescente en su primera cita. Caigo: tengo 32 años, tengo una vida pasada, quiere decir que tengo una historia, quiere decir que he vivido, quiere decir que no me puede poner nervioso ir al encuentro de alguien. Mejor dicho, no me tendría que poner nervioso si no fuera porque voy a conocer a alguien con otra intención. Voy a conocer a alguien que algo de mi querrá y que lógicamente algo de él quiero. Amor, sexo, compañía, compartir, sólo cosas de las que estoy careciendo ahora. Estoy nervioso porque tengo el presentimiento de empezar algo sin haber terminado lo otro.
No estoy nervioso; tengo miedo, mucho miedo.

¿Doblo por Anchorena? – me dice el taxista.
¿Perdón? – contesto.
Te preguntaba si doblo por Anchorena.
Ah, sí, sí esta bien.

Suena mí celular, por la pantalla veo el nombre de Gonzalo, dudo de atenderlo pero lo hago. Mientras lo escucho me persigo, no sé mentir, no me sale.
- ¿Hola mi amor cómo estas? – me dice.
- ¿Bien vos?
- Bien, ¿por dónde andas?
- En la calle.
- Ok, ya no vuelvo a casa, acordate que hoy ceno en la Embajada de Holanda. -me dice y me relajo. Me acaba de dar tiempo, de regalar horas, cederme minutos para mí. No sé sí seguir en el taxi para encontrarme con Manuel o pedirle que de la vuelta e irme al departamento a sumergirme en la bañera durante horas y repensarme un poco.

¿Me escuchas? me dice Gonzalo.
Eh? Sí, sí este …
¿Estás bien? ¿Te pasa algo?
No, no. Bueno, nos vemos a la noche.
Si un besito. Te amo.
Un beso.

Nada. No me hizo ni una pregunta. Nada. O muy seguro de mí se sentiría o no le importaba más que mi compañía. Absolutamente un mínimo de interés, me sentí solo, me sentí ocre, sentí la imperiosa necesidad de que alguien me abrace, de alguien que, con mínimos gestos, me demuestre que me ama o que me quiere, que me sostenga de caer una y otra vez. Gonzalo, ¿entendería alguna vez el significado de sus te amo o seguiría diciéndolos por costumbre? Si alguna vez se hubiese dado cuenta, de la cercanía entre el decir y el hacer, aun estaríamos juntos.
El taxi sigue, ahora, por Charcas. Afuera el calor sofoca, la gente igual camina despreocupada de todo y de todos. Los miro, como ellos me deben mirar a mí. Pienso que aún soy alguien, que tengo mucho para dar y que hay una persona esperándome para nombrarme. Bajo del taxi, las bocinas me aturden, solo unos metros me separan de un portero eléctrico que me presentara otra vida. No me animo a tocarlo. Es el piso séptimo, me gustan los números impares. Doy vuelta sobre el portero. Miro nuevamente a la gente que camina sin prisa por el boulevard, mi cabeza va a estallar. Pienso que algunos de ellos este día vivirán más que yo y no logro soportarlo, yo también deseo vivir más que
ellos.

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